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El sueño de Carver*

Actualizado: 11 abr 2022

* este cuento se publicó en la antología "Breves de amor" (2018) de la Editorial Sopa de Letras


Ayer leí dos cuentos de Carver y después soñé con una cama de tres plazas, de un lado vos, del otro yo, y en el medio un amigo tuyo que nunca conocí, acostados uno al lado del otro, tapados con la frazada hasta el cuello, como si fuéramos niños. Hablábamos sin parar, con esa urgencia propia de los sueños. Tu amigo me preguntaba qué estaba leyendo y yo decía “Raymond Carver” y después exageraba y decía que Carver, con toda su sencillez y ese subtexto de tristeza y desolación, era lo mejor que había leído, lo decía como si lo creyera, con la seguridad con la que sólo podemos hablar cuando no estamos despiertos.


Y en ese vértigo del sueño yo hablaba de lo triste que era ver al vecino que apaga la luz, acostarse de un lado de la cama con los ojos abiertos, escuchar que el teléfono suena a las tres de la mañana y es número equivocado. Y tu amigo me miraba abriendo mucho los ojos, creo que se reía de mí, de que hablara como si supiera lo que estaba diciendo. Se reía de que en mi monólogo nombraba a Carver, a Chejov, al hombre moderno, al existencialismo y a Dios, pero que en el fondo no tuviera idea de qué significaba ninguna de esas cosas, ni Dios, en el que ni siquiera creía, ni el hombre moderno o el antiguo, ni mucho menos el existencialismo, al que emparentaba con una vaga sensación de vacío. Ni siquiera tenía idea sobre lo que decía de Carver o Chejov, y lo sé (en los sueños todo se sabe) porque hablaba fluido, porque las palabras se encadenaban unas a otras como si hubieran nacido juntas, porque no me detenía ni un segundo a reflexionar, ni siquiera carraspeaba como para tomar aire, porque estaba en un sueño y en los sueños todo es posible incluso monologar como si uno supiera lo que está diciendo, incluso hablar sin respirar, incluso es posible que vos estés al lado mío, en una cama de tres plazas y me mires como solías mirarme, con unos ojos que se encienden y se apagan sin razón, pupilas oscuras en donde surge un destello familiar, como de algo que recordamos pero ya no existe. Entonces, en el sueño, miraba tus ojos y les encontraba un sentido oculto, invisible para cualquiera que no fuéramos nosotros, pero que aparecía ahí, en esa intermitencia del parpadeo. Y en ese momento, porque en los sueños todo ocurre cuando tiene que ocurrir, tu amigo se daba vuelta y te decía que te pusieras en el medio, al lado mío, y yo, como si el tiempo del sueño se hubiera detenido, dejaba de hablar y temblaba ante la sola posibilidad de que con tu brazo, aunque sea con los pelitos rubios electrificados de tu brazo, fueras a rozar el mío, la posibilidad de otra vez sentir el toque de tus dedos, tu respiración cerca de mi cuello, el vago aroma de tu desodorante por debajo de la remera.

Entonces recordé esa noche pegajosa de marzo en que se nos cortó la luz del departamento, esa noche agobiante donde nos sentamos al borde de la ventaba abierta del living que daba hacia una medianera sucia y desde donde venía el olor a la basura que el portero dejaba en el patiecito del pulmón de manzana: desde allí el aire de afuera llegaba como ascendiendo por las paredes rancias del edificio, trayendo consigo la suciedad y los deshechos, arrastrando hasta el último rastro de polvo y desperdicio, cargando con las partículas de calor y podredumbre de todas las calles de Buenos Aires, y luego entraba, sigilosamente, por la ventana de nuestro living y se depositaba en un rincón. Recuerdo sentir el calor y el olor a basura como si se hubieran solidificado, como si pudiera tocarlos entre las tinieblas, recuerdo mirarte a través de los haces de luz que iluminaban desde alguna ventana lejana y pensar en la inevitabilidad del fin, en que nosotros éramos el residuo mismo que estábamos respirando en esa noche agobiante. Por eso no me tapé la nariz ni hice esfuerzos para no respirar: porque con cada inhalación estaba absorbiendo lo que quedaba de nosotros, los restos putrefactos de nuestra relación.

Pero vos seguías mirándome con ese gesto congelado sólo posible en la alucinación del sueño: era como si no pestañearas ni te movieras, como si fueras un hermoso maniquí, aunque eras vos (y esto lo sabía porque esas cosas siempre se saben en los sueños) aunque estuvieras tieso, eras vos aunque tus pupilas se vieran vacías como una bolita de vidrio rodando por el patio del colegio, eras vos aunque en ese momento tu mirada se había apagado: ya no había una luz oblicua y escondida, pero vos estabas ahí y de repente me mirabas y te volvías a encender, como despertándote, y me sonreías y tu sonrisa brillaba con la luz de la tele, que había aparecido como por arte de magia del otro lado de la cama. Y aunque en los sueños todo se puede, yo no pude o no quise hablarte, aunque en los sueños todo se puede yo no quise subir mi mano por tu nuca y acariciarte la mejilla, no quise hundir mi nariz en tu cuello para absorber los últimos restos de realidad, no quise acercar mi boca a la tuya y esperar que ese cuarto y esa cama y esa tele se disuelvan y solo quedemos nosotros dos, no pude o no quise acercarme a tu oído y decirte todo lo que me había quedado sin decir, como era un sueño y podría haber hecho cualquier cosa, lo único que hice fue darme vuelta y quedar de espaldas a vos. No vi más tu sonrisa, dejé de escuchar el sonido de la tele y de verme reflejada en tus pupilas de vidrio: apoyé la cabeza en la almohada, cerré los ojos y sentí que me abrazabas, que me rodeabas con tus brazos, sentí hasta los pelitos electrificados de tu brazo rozándome la piel, como si estuviera ocurriendo de verdad sentí las yemas de tus dedos acariciar mi cintura, el cosquilleo de tu respiración en mi cuello, un suspiro cálido y profundo como de alivio, y entonces pude dormirme, o mejor dicho, despertarme.













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