El primer cuento comienza en el velorio de un hombre, que podría haber sido mi padre o cualquier otro hombre en el umbral de la vejez, asustado y confundido, ahogado por sus propios secretos. La narradora, que luego se entiende que es su hija, se sienta en una silla de un rincón a observar el absurdo ritual del velorio y a regodearse en los recuerdos más oscuros de su padre, y allí sentada, como invisible, descubre a un hombre, un forastero, que recorre el salón como si no conociera a nadie, y a su vez nadie nota que está allí. Se desliza por el salón como un fantasma, toda su silueta encorvada y cadavérica, y evita dirigir su mirada hacia el cajón cerrado, pero no solo lo evita, sino que le tiene miedo, como si temiera que al mirar hacia el cajón todo lo que el forastero siente, todo lo que el padre de la narradora sentía, todo lo que habían ocultado durante tanto tiempo, fuera a explotar por los aires, con un estrépito ineludible, y de pronto los dolientes fueran a dejar de lado su compostura, notaran al forastero, su conexión con el muerto, y tal vez comprendieran algo, un pensamiento borroso y deforme que siempre había estado ahí y que con ese estruendo tomaba forma y se cristalizaba en el ambiente enrarecido de la funeraria.
La verdad es que el cuento no me quedó bien, sobre todo cuando la narradora se pone a recordar anécdotas con su padre y el abismo en la mirada del hombre, y cuenta el día en el que él la obligó a andar en bici sin rueditas, empujó la bici corriendo por una calle del barrio, levemente en bajada y luego, como si nada, la soltó. La narradora todavía se acuerda de los hilitos de sangre, de lo oscura que era la sangre, de los rayos de la rueda que zumbaban al lado suyo y los yuyos que le pinchaban la espalda. Luego volvió con las manos ensangrentadas, exagerando el dolor de la rodilla, y su padre no la miró, o peor, sí la miró pero lo hizo con esa mirada esquiva, que ni siquiera era severidad o decepción, era peor: era ausencia.
Y así seguía el relato, arrastrándose por los senderos del lugar común del padre ausente, de padre severo que guarda secretos y que luego muere y su hija, todavía tal vez un poco herida y resentida, los descubre, quizás a su pesar. Abandoné el cuento en la segunda página.
El otro se me ocurrió cuando empezó la pandemia. O, para ser más precisa, cuando comenzó esa vaga sensación de apocalipsis, de fin del mundo, esa sensación hecha del material de las películas y series distópicas, de pandemias y zombies, que ya vimos todos. Primero pensé en abrirme un blog contando mi cuarentena. En casa empezamos la cuarentena el 13 de marzo, cuando anunciaron la suspensión de clases, lo que significaba que mi niño de 3 años se quedaba en casa. Pronto entendí que mi cuarentena no tenía nada de entretenido, que nada había en ella que mereciera ser contado. Mi marido, mi hijito y yo encerrados en un departamento de 50 metros cuadrados jugando a los títeres o a hacer el sistema solar con plastilina o a pintar con témpera en el balcón. Nada distinto a lo que millones de padres estarían haciendo en todo el mundo. “Es más divertido escribir sobre una pandemia que ya ocurrió”, pensé: es más divertido escribir sobre una humanidad arrasada, en la que ni la infraestructura ni la tecnología ni los gobiernos existen, y la humanidad está diseminada, todos recluidos en refugios aislados, donde nadie sabe de la existencia de nadie. Tenía que haber un protagonista, un narrador. Pensé en alguien que se despierta de un coma. Abre los ojos y lo primero que nota es el silencio: el silencio de la calle, el silencio de los pasillos, el silencio de las máquinas. “Qué raro” piensa, “tanto silencio”. Y antes incluso de levantar el torso y quedar sentado, antes de ver que no hay nadie en el pasillo y que las habitaciones desordenadas contienen en sí un registro de vida reciente, como si todos hubieran salido corriendo de pronto, incluso antes de notar que algo terrible estaba pasando, ya lo había entendido por el silencio. Y también había entendido, en una especie de relámpago de lucidez que sólo podría ocurrir frente a un apocalipsis, que la gente había huido hacia las montañas, hacia la pampa, hacia la llanura, hacia los campos desiertos, que todos habían comprendido que no tenía sentido aglomerarse en torres altas de seis departamentos por piso. Y todo eso que entendía había ocurrido en el lapso cortísimo de su coma, de apenas un mes, y de la que se despertaba con un vigor que no había sentido nunca mientras había estado vivo. Entonces se sentaba, y era ya un hombre (o una mujer) definitivo: iluminado por el conocimiento de todo lo que había ocurrido, como si él mismo hubiera atravesado la enfermedad, la cuarentena, el aislamiento, el apocalipsis, y la huida. Ahora solo le quedaba salir del hospital y caminar sin rumbo por la ciudad desierta. Empecé a escribirlo, pero no tardé en darme cuenta de que la historia provenía de un basurero mental hecho con residuos de variaciones posibles del apocalipsis, series de zombies, novelas distópicas, películas catástrofe, y que mis propias pesadillas estaban hechas de material fílmico, de narraciones que había oído de chiquita, de novelas o cuentos que ni recordaba haber leído. En el fondo mi relato era una variación nada original de una historia que ya había sido contada mil veces, tal vez incluso la réplica exacta de algo que había consumido y luego olvidado. De pronto me envolvió una leve sensación de irrealidad, de estar metida dentro de una película o un videojuego, tuve que estirar el brazo y moverlo para comprobar que el aire del ambiente era denso, que yo existía y no estaba soñando, y todo aquello se me antojó tan triste y ridículo que no quise escribir sobre el tema nunca más.
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