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Día de verano

Me dijo que se iba a correr y nunca volvió. Fue uno de esos días sofocantes y pegajosos de diciembre. Esos días en donde se camina como dentro de una burbuja y en la calle se ven miradas sanguíneas y asesinas. A mí esos días me dan miedo y si puedo, me quedo encerrada en casa, despatarrada frente al ventilador. Pero él me dijo “me voy a correr al Parque Centenario”, me lo dijo sin pestañear, con la mirada seria, haciendo trompita para afuera con la boca como burlándose de lo que estaba diciendo. No me atreví a cuestionarlo. Él no era de salir a correr, prefería la bici fija que teníamos en el lavadero. También decía que odiaba el calor, porque el mundo se movía en cámara lenta y la gente aparecía con miradas extrañas.

Casi siempre sonreía, casi siempre era alegre, vibrante, carismático. Pero algunos días, sobre todo esos días sofocantes de verano, se replegaba en sí mismo y era como una sombra arrastrándose por la casa. Entonces me dijo “me voy a correr al Parque Centenario” y, aunque me extrañó, aunque sonó como algo que él nunca diría, en el fondo me puse contenta porque lo imaginé sonriendo, moviendo los brazos al hablar, inventando un nuevo juego de palabras. Lo imaginé como lo que era cuando el calor no lo inundaba todo y respiré aliviada y le sonreí antes de que diera media vuelta y desapareciera por el pasillo.

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