Todo este tiempo perdido, sin saber que podía leer algo así, una comedia que termina como tragedia, o como tragicomedia, o como película de terror, o como marcha triunfal, o como misterio, o como ejercicio criptográfico, o como responso en el vacío; algo que desciende vertiginosamente y termina en una afirmación abrupta, certera y triste. Me siento como ella, la tonta, la estúpida, la inocente, la que ha llegado demasiado tarde, la que se interesa por la literatura sin imaginarse los infiernos que se esconden debajo de las podridas o impolutas páginas.
Todo empezó como una sospecha. Porque eso fue la narración “clásica” de la primera parte: una intuición, un crujido subterráneo, un leve temblor de tierra. Había algo en el México enmarañado y nocturno que recorría Juan García Madero, en las camareras golpeadas por el jefe, y desesperadas por sexo, por amor, o por las dos cosas, había algo en la compulsión sexual de María Font, y en las conferencias literarias de Ernesto San Epifanio. Había algo de absurdo, de revulsivo, de políticamente incorrecto, de hilarante, en la aparición de cada uno de los real visceralistas. Pero sobre todo había un final cinematográfico, un descenso vertiginoso, un Ford Impala que arranca y huye, una sombra en medio de la calle, enmarcada por la ventana estrictamente rectangular de la parte trasera del auto, que concentra toda la tristeza del mundo.
Lo cierto es que llegué demasiado tarde, que antes pasé (tuve que pasar) por todos esos escritores canónicos sin saber, sin siquiera intuir, que existían los real visceralistas, que Amadeo Salvatierra se tomaría un mezcal marca “Los suicidas” junto a Ulises Lima y Arturo Belano, cerca del Palacio de la Inquisición, en México DF, en enero de 1976, el trago de mezcal más largo de la historia, un trago más largo que el exilio latinoamericano, que el destierro, que añorar una juventud que ya no existe. ¿Cómo pude obviarlo tanto tiempo? ¿Dónde estaba, qué estaba leyendo, cuando se escribieron, cuando se leyeron, todos esos monólogos?
Es como estar soñando, soñar con un mundo horrible, terrorífico, oscuro, morado, laberíntico, lleno de humo y smog, de escaleras de hierro, de noches estrelladas en un cielo asfixiante, y sin embargo sentirse feliz, sentirse feliz porque uno habita esas calles y entra a esos cafés y a esos bares y está Piel Divina sonriendo, está Quim Font volviéndose loco, está Rafael Barrios recordando a Ulises Lima que se acaba de ir, está Barbarita Patterson mirándolo con el ceño fruncido, están Angélica y María Font. Están, y estos son sólo unos pocos, los real visceralistas, y están los otros, los escritores, los poetas, los abogados, los buscafortunas, los locos, los perdidos. Está, sobre todo, recortado, esquivo, contradictorio, deformado, el remedo de una sombra de lo que sea que fueron Ulises Lima y Arturo Belano. Están todos ellos y tantos más porque a medida que leo me pierdo, porque a medida que me interno en el laberinto me olvido como llegué hasta donde estoy, porque cada monólogo me arrastra, me entristece, me encierra, me da espasmos de risa, cada monólogo me hace olvidar al anterior y sufrir porque se acaban las páginas y se acaba este libro y todo el infierno hilarante que se esconde detrás del universo de este libro, cada página hace que desaparezcan, que se esfumen como si nunca hubieran existido las miles de páginas de los cientos de libros que leí, las cientos de frases de las decenas de novelas que amé, los rostros nítidos de la veintena de personajes que veneré se desdibujan al lado de los cuerpos flacuchos y lúmpenes de Ulises Lima y Arturo Belano, de las voces claras, desesperadas y urgentes de los más de treinta personajes que dicen sus monólogos en ésta, la novela más enferma, más terrorífica, más divertida, más infernal, más triste, más poética, más melancólica, más surrealista, más deforme y más conmovedora que leí en mi vida. La única que logró empequeñecer todo lo que antes supe amar. Porque la literatura es casi todo lo que amé en la vida. Y Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, resultó ser mucho más que amor. Resultó ser ese infierno que estaba soñando, ese infierno laberíntico y crepuscular, donde cualquier cosa podía ocurrir, que extrañé cada segundo de mi vida en el que estuve despierta.
*escrito en 2009, apenas terminé de leer Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)
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